HACE unas semanas aparecían en la prensa estatal unas declaraciones del decano del Colegio Nacional de Ingenieros de Caminos. Su objetivo era evidenciar la necesidad de que los titulados en ciertas ingenierías dispusieran de un master en ese campo para poder ejercer su actividad profesional. Estos estudios, de uno a dos años, complementarían el diploma de grado en ingeniería, que con la reforma de los títulos universitarios disminuiría su duración al menos un curso. El decano hacía hincapié en que una reducción de los créditos docentes generaría una disminución de la calidad de los ingenieros en una profesión con una gran responsabilidad civil. En sus primeras líneas el artículo exponía la gran repercusión que tendría un fallo en un proyecto de ingeniería de Caminos o Industrial, contraponiéndolo con la escasa responsabilidad de otras ingenierías como Informática y Telecomunicaciones. «Un fallo en la estructura de un puente o en la presa de un embalse puede tener consecuencias catastróficas», exponía el decano.
Si bien no es discutible la gran responsabilidad de Industriales y Caminos, el señor decano se equivocaba profundamente al poner tanto Informática como Telecomunicaciones como ejemplos de profesiones con poca responsabilidad civil. ¿Qué pasaría si el programa con el que el ingeniero de Caminos hace los cálculos de resistencia de un puente falla? ¿Qué pasaría si los cálculos que genera son erróneos y el puente no supera las pruebas de resistencia o se derrumba? ¿Quién incurre en la responsabilidad, el ingeniero de Caminos que diseñó el puente o el ingeniero en Informática que desarrolló el software con el que se hicieron los cálculos? Este es únicamente un ejemplo que da idea de la importancia del software en nuestra vida diaria, pero extrapolable a cualquier otro ámbito.
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